Cuando se cumplen noventa años desde que el reflector del crucero Aurora iluminó el Palacio de Invierno de los zares, y Lenin y Trotski dirigieron la primera revolución obrera triunfante de la modernidad, puede examinarse con perspectiva la enorme influencia histórica que ha tenido la revolución de octubre. Con esa revolución rusa nacieron los partidos comunistas, el movimiento político más vigoroso y revolucionario del siglo XX, y de ella surgió también la Internacional Comunista. La revolución bolchevique lanzó una mirada prodigiosa sobre el capitalismo realmente existente, aquel sistema burgués que había puesto a la población de cinco continentes de rodillas ante la siniestra empresa de dominación imperialista del siglo XIX de la que muchos territorios aún no se han recuperado, que había arrojado al mundo a la gran matanza de la I Guerra Mundial, que había organizado la explotación obrera y el expolio planetario y que, después, sumergió al mundo en el horror de la Segunda Guerra Mundial. Las revoluciones triunfan y fracasan, aciertan y se equivocan; a veces, incluso devoran a sus hijos, y, en otras, son traicionadas; en algunas, es cierto, en ocasiones protagonizan crímenes. También la Comuna de París, muy temprano, levantó la bandera roja de los trabajadores: fue la primera ocasión en el mundo en que se convirtió en oficial, y esa revolución, pese a su radical justicia, también cometió errores y crímenes, pero, a inicios del siglo XXI, el ejemplo de la Comuna que MacMahon y Thiers ahogaron en sangre, sigue viviendo en la memoria de los franceses. Algo parecido pasa con la revolución de octubre, de mucha mayor trascendencia histórica para el mundo. había tres cosas que ostentaban los comunistas y los diferenciaban de otros movimientos revolucionarios: el marxismo, es decir, la seguridad de transitar por caminos científicos en el combate al capitalismo y a la injusticia; el internacionalismo, la solidaridad entre los pueblos del mundo, y, finalmente, su preparación y decisión para la lucha, su entrega, su militancia, como quedó patente en todos los movimientos partisanos que lucharon contra el nazismo. El capitalismo son siglos de opresión: son las matanzas coloniales, las guerras impuestas, la explotación de los trabajadores y la casi esclavitud de millones de personas en las colonias. El capitalismo es también Auschwitz, e Hiroshima y Nagasaki, las matanzas de millones de coreanos en la guerra de 1950, el horror de los cinco millones de vietnamitas asesinados por las tropas norteamericanas en una infame guerra de agresión. Hoy, el capitalismo tiene el rostro del poder norteamericano, el único país de la historia universal que ha sido capaz de utilizar la trilogía de las armas de destrucción masiva —químicas, bacteriólogicas y nucleares— contra población civil en distintos lugares del mundo. La revolución bolchevique sólo tiene noventa años: es joven, y esa afirmación no es una paradoja, porque el comunismo sigue siendo la juventud del mundo, como escribiera Rafael Alberti. No son pequeños los retos que esperan: los hijos de la revolución de octubre deben seguir aprendiendo de sus errores, empuñando con firmeza la bandera de la libertad, de la democracia, del socialismo, de la justicia, de la dignidad. El reflector del crucero Aurora que horadó la oscuridad en la Petrogrado revolucionaria, y vio después el asedio de los nazis que se cobró las vidas de un millón de leningradenses en los días de la guerra de Hitler, seguirá iluminando los días que vendrán.
sábado, 3 de noviembre de 2007
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